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El fascismo es una ideología basada en la razón del Estado y la fidelidad total al jefe de la nación. “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”, decía Benito Mussolini. Es un sistema político profundamente conservador, cuyo propósito original era combatir la expansión de los movimientos obreros en Europa después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). El fascismo está basado en la violencia y la intolerancia a la oposición, la pluralidad y la crítica. Tal régimen utiliza la propaganda y los medios de comunicación para generar un clima de miedo y odio a todos los que sean “diferentes”.
Quien peligrosamente se ha acercado al fascismo durante los últimos días no es Andrés Manuel López Obrador, sino el actual gobierno y los grandes monopolios privados, además de amplios sectores del PAN, el PRI y sus aliados intelectuales. Ellos son los que se niegan a debatir de manera amplia y plural el futuro del petróleo. Ellos son los que difaman y buscan eliminar desde las cúpulas del poder político, económico y mediático a cualquier disidente u opositor.
El Congreso de la Unión de ninguna manera está “secuestrado”, como afirmaron Enrique Krauze, José Woldenberg, el Consejo Coordinador Empresarial y la asociación Mejor Sociedad, Mejor Gobierno. Tanto la Cámara de Diputados como la Cámara de Senadores han podido sesionar y despachar sus asuntos más urgentes. Las tribunas están tomadas en un acto simbólico de resistencia civil pacífica para demostrar que no hay “normalidad” democrática en el país, que nuestras instituciones políticas se encuentran en crisis.
Esta crisis resulta del hecho de que una mayoría parlamentaria ha decidido darle la espalda al electorado y aprobar reformas en materia energética que, además de violar la Constitución, van en contra de la voluntad mayoritaria de la población mexicana. Cuando los representantes populares traicionan la confianza de los electores y se colocan por encima de la Carta Magna, la protesta social no es peligrosa, sino saludable, ya que ayuda a rencauzar la democracia. De otra forma, los políticos se acostumbrarían a ignorar a la ciudadanía y, como ocurre en nuestro país, terminarían utilizando sus cargos para perseguir fines particulares, familiares o de gremio. La presencia de una fuerte movilización social no es una amenaza para la democracia, sino un claro indicador de su vitalidad.
Al clausurar sus respectivos congresos, Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Augusto Pinochet y Victoriano Huerta usurparon el poder desde las cúpulas de la autoridad estatal. Desaparecieron el Poder Legislativo con el propósito de centralizar aún más el poder en sus manos. Por el contrario, al salir a las calles y ocupar las tribunas, López Obrador y el Frente Amplio Progresista (FAP) pretenden abrir las negociaciones y asegurar que los ciudadanos puedan ser escuchados antes de la aprobación de la reforma energética.
Es un grave error reducir la democracia, el “gobierno del pueblo”, a la actividad de los gobernantes. Los senadores, los diputados y el Presidente de la República tienen la obligación de mantenerse en permanente contacto y comunicación con sus representados. Asimismo, los ciudadanos tienen la obligación y el derecho de llamar constantemente a cuentas a sus autoridades. Recibir más votos en una elección no otorga al candidato ganador un cheque en blanco para hacer o deshacer a su antojo, sino una gran responsabilidad de representar a la sociedad. Cuando permanece una gran incertidumbre con respecto a la validez de la victoria misma, esta responsabilidad se multiplica y se expande.
Lamentablemente, como espejo y continuación del conflicto poselectoral de 2006, la coalición gobernante ha decidido de nueva cuenta recurrir a la diatriba y la cerrazón para imponer el resultado que desea. En lugar de acercarse a la coyuntura política con valentía y apertura, el actual presidente esconde la cabeza y manda a sus agentes políticos, económicos e intelectuales a tronar toda oposición y crítica. Así como ayer Felipe Calderón se negó a aceptar un recuento total de la votación por miedo a conocer la verdad, hoy se niega a exponer su iniciativa al debate popular por temor a enfrentarse con un pueblo informado y consciente.
Los defensores de “las instituciones” a secas olvidan que en un sistema democrático los ciudadanos son los que tienen la última palabra. En la peor de las tradiciones fascistas, los ideólogos actuales privilegian la estabilidad y el orden por encima de la justicia y la participación social. El mejor antídoto para el fascismo es la construcción de una sociedad crítica y participativa, dispuesta a cuestionar y llamar a cuentas a nuestros gobernantes, no un pueblo doblegado de forma pasiva a las decisiones que violan gravemente sus derechos.
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