20-1-2007
Uno de los principios más consolidados en la reciente historia de la humanidad es la prescripción del diálogo. Diálogo entre países, entre culturas, entre razas, entre sexo. Sin embargo, al mismo tiempo que la aceptación casi universal de este principio significa un triunfo del antiguo humanismo —como el principio de la necesaria igualdad en la diversidad— no por eso ha de ser un triunfo consolidado en la práctica. Como los demás ideoléxicos positivos, el principio del diálogo entre diferentes debe sufrir de la colonización semántica del poder de turno.
Si los imperios pasados asesinaron en nombre de la verdad verdadera, hoy en día no es posible hacerlo sin recurrir al diálogo. Es decir, se oprime y se imponen los valores del más fuerte en defensa del diálogo, ya que el otro significa una amenaza permanente, la interrupción de
esta relación que se asume como igualitaria.
Habría que ver de qué tipo de diálogo estamos hablando en nombre del diálogo, así a secas. No por ser Dios único y sus Sagradas Escrituras las mismas, ha impedido a lo largo de la historia que los hombres y mujeres se odien y se asesinen en su nombre, por causa de las diferentes representaciones que cada uno hace del Padre, por causa de los nombres distintos que cada uno le ha dado, o por las incompatibles lecturas que diferentes sectas hacen de los mismos escritos, en nombre de la verdadera interpretación.
Como todo ideoléxico, también el diálogo se convierte en un instrumento semántico de dominación, de justificación y de manipulación de la conciencia colectiva. Si ese diálogo es una forma de apaciguar los ánimos del oprimido para legitimar una opresión, un estado injusto, si ese diálogo es una simple negociación, concesión o limosna que da el poderoso, el privilegiado, quienes administran las cuotas morales y las narraciones de la historia, entonces no es
exactamente el tipo de diálogo que tengo en mente.
En este caso, muy frecuente en las relaciones internacionales, en las relaciones políticas y en las más domésticas relaciones matrimoniales donde predomina la voluntad de uno de los miembros, el diálogo es, en la práctica, un monólogo. Un monólogo semejante a aquellos tratados europeos, que bien supieron usar los primeros humanistas en el siglo XVI, donde la tesis central se exponía en forma de diálogo entre dos personajes pero todas las razones estaban siempre de un lado y el otro servía apenas de tonto verificador. No muy diferentes son los más antiguos Diálogos, de Platón. Y ni que hablar del estilo de catequesis que practican las modernas cadenas internacionales de televisión, donde, en nombre del diálogo y la información objetiva, un periodista invita a algún débil disidente para burlarse de las opiniones ajenas y confirmar las suyas propias, las opiniones del poder, de la propaganda y del dinero. Como lo formuló en versos el poeta Hebert Abimorad, un diálogo es la verdad dividida en dos partes desiguales. Esto, que a su vez puede ser una verdad inevitable, se convierte en un problema cuando una de las partes se reserva el derecho de dictar cuál es la verdad mayor en un diálogo entre desiguales, en un monólogo a dos voces.
El mismo peligro de manipulación semántica corren los más débiles al consumir irreflexivamente el ideoléxico democracia. No es posible una democracia sin el principio de una progresiva radicalización de sí misma. Es decir, no es posible una democracia representativa, tal como es el anacrónico modelo del siglo XIX; un modelo de democracia estática, orgullosa de sí misma, autocomplaciente, propuesta como ejemplo universal aunque para imponerse deba romper con todos sus propios principios.
Una democracia estática es simplemente el perfecto negocio de las clases dominantes, de las elites más fuertes. Un sistema reaccionario que moraliza en nombre del orden y del progreso. Es decir, una democracia es progresiva o no es democracia, y su objetivo es realizar la conciencia de que este mundo, siempre imperfecto, no tiene dueño legítimo. No por casualidad los conservadores del silgo XIX reaccionaban con furia cada vez que un progresista mencionaba la palabra democracia, obra del demonio según los monárquicos ibéricos.
Recuerdo que cuando era niño me sorprendía escuchar en un informativo que un jugador de fútbol había sido vendido a Europa por varios millones de pesos. Mi madre trataba de aclarar la situación explicándome que, en realidad, lo que se vendía era el contrato de ese jugador. Pero sus palabras finales, simples como su débil corazón, me quedaron grabadas a fuego: "Ni un hombre ni una mujer tienen precio.
Ni todo el dinero de todos los bancos del mundo podrían pagar la vida -de un solo ser humano". Hoy en día no sé si esto es verdad o no, sobre todo porque a veces uno debe dudar de qué es un ser humano, un ser deshumanizado o un monstruo con aspecto humano. De cualquier forma, conservo aquella reflexión de mi madre como uno de mis principios morales e intelectuales más básicos.
Hasta el más humilde habitante del rincón más desconocido del planeta vale tanto como el presidente o el rey más poderoso del mundo. Ahora, la moral y los valores, si se miden por la cuota de poder de cada individuo, deberían ser inversamente proporcionales. ¿Cómo confiar en el poder, sobre todo cuando se ejerce sustrayéndolo del prójimo en su nombre propio, en uno de esos tantos delirios de representatividad? Es decir, debería ser más confiable una mujer, un hombre sin poder institucional que aquel que lo monopoliza. No se puede confiar ni en el mejor de los Césares.
Sin embargo, hasta hoy, la verdad ha sido la inversa. Es la moral del más fuerte la que predomina en la práctica y en el discurso social. Incluso muchos pensadores que iniciaron las repúblicas americanas restringieron el voto democrático a aquellos que poseían propiedades, ya que —se argumentaba— el sólo echo de tener intereses materiales los hacía más responsables de dirigir un país. En otras palabras, quienes poseen mayor poder social siempre van a ser más responsables de defenderlos en nombre de la felicidad ajena. Si esta teoría de la responsabilidad fue alguna vez verdad, lo cierto es que en el subconsciente colectivo, la idea sobrevive aún hoy en las nuevas sociedades, perpetuando el crimen contra la conciencia colectiva —la conciencia democrática.
No hay diálogo entre un esclavo y su amo, aunque éste muestre un gran corazón escuchando a aquel y concediéndole el poder de hablar y elegir el color blanco de su camisa o el nombre blanco que más le gusta según su gusto blanco. No hay democracia cuando unos tienen más posibilidades de educación y de participación en la vida política de su sociedad, aunque cada tanto llegue al gobierno el hijo de un camionero o un lustrador de zapatos se reciba de abogado o se haga millonario vendiendo tomates. Porque una democracia no se define por sus excepciones sino por sus reglas. Ni el diálogo ni la democracia deberían ser simples concesiones que hacen los poderosos motivados por su bondad. Un derecho humano no es un privilegio que se deba mendigar a quienes legal e ilegítimamente se han arrogado el derecho de concederlo cuando lo creen conveniente.
El diálogo y la democracia son derechos, pero nada más que derechos mientras se pretendan ejercer sobre la base de la desigualdad muscular entre las culturas, entre los países, entre los sexos, entre los diferentes de de todo tipo.
Claro, desde este punto de vista, tanto el diálogo como una verdadera democracia son sendas utopías. Utopías, sí, pero necesarias y vitales para la sobrevivencia de un mínimo de justicia.
Ahora, si las elites se reservan el derecho de afirmar que la igualdad de condiciones no es una razón básica de justicia, o que sus hijos y los hijos de un marginado tienen las mismas oportunidades de dirigir los destinos de su sociedad, de sus valores morales, entonces "los menos iguales", es decir, quienes deben sufrir de esta ideología, de este concepto particular de justicia, también se reservarán el derecho a imponer su propia concepción de justicia por la violencia. Porque a una violencia se responde con otra, y la opresión económica, sexual, religiosa, cultural, ideológica y moral son formas de violencia. Incluso de las peores formas de violencia, ya que uno bien puede recuperarse de un puñetazo en la cara pero difícilmente un individuo se recupera de la violencia moral. Tal es el caso del racismo, del sexismo, del clasismo o de la violencia teológica que define quiénes están condenados al infierno y quiénes han sido salvados, quiénes se comunican con Dios en sus sueños y quiénes sólo son capaces de soñar con una mesa llena de comida.
La historia reciente nos demuestra que este cambio no llegará por la acción armada y revolucionaria de ningún ejército iluminado. Por el contrario, esto sería una regresión y una nueva excusa del poder. El cambio llegará, está llegando, con la maduración progresiva de la humanidad como conjunto, de la incansable crítica como conciencia, de la desobediencia como derecho, del respeto como necesidad, de la dignidad como obligación y de la justicia como orden humano antes que como un simple orden financiero.
Si los imperios pasados asesinaron en nombre de la verdad verdadera, hoy en día no es posible hacerlo sin recurrir al diálogo. Es decir, se oprime y se imponen los valores del más fuerte en defensa del diálogo, ya que el otro significa una amenaza permanente, la interrupción de
esta relación que se asume como igualitaria.
Habría que ver de qué tipo de diálogo estamos hablando en nombre del diálogo, así a secas. No por ser Dios único y sus Sagradas Escrituras las mismas, ha impedido a lo largo de la historia que los hombres y mujeres se odien y se asesinen en su nombre, por causa de las diferentes representaciones que cada uno hace del Padre, por causa de los nombres distintos que cada uno le ha dado, o por las incompatibles lecturas que diferentes sectas hacen de los mismos escritos, en nombre de la verdadera interpretación.
Como todo ideoléxico, también el diálogo se convierte en un instrumento semántico de dominación, de justificación y de manipulación de la conciencia colectiva. Si ese diálogo es una forma de apaciguar los ánimos del oprimido para legitimar una opresión, un estado injusto, si ese diálogo es una simple negociación, concesión o limosna que da el poderoso, el privilegiado, quienes administran las cuotas morales y las narraciones de la historia, entonces no es
exactamente el tipo de diálogo que tengo en mente.
En este caso, muy frecuente en las relaciones internacionales, en las relaciones políticas y en las más domésticas relaciones matrimoniales donde predomina la voluntad de uno de los miembros, el diálogo es, en la práctica, un monólogo. Un monólogo semejante a aquellos tratados europeos, que bien supieron usar los primeros humanistas en el siglo XVI, donde la tesis central se exponía en forma de diálogo entre dos personajes pero todas las razones estaban siempre de un lado y el otro servía apenas de tonto verificador. No muy diferentes son los más antiguos Diálogos, de Platón. Y ni que hablar del estilo de catequesis que practican las modernas cadenas internacionales de televisión, donde, en nombre del diálogo y la información objetiva, un periodista invita a algún débil disidente para burlarse de las opiniones ajenas y confirmar las suyas propias, las opiniones del poder, de la propaganda y del dinero. Como lo formuló en versos el poeta Hebert Abimorad, un diálogo es la verdad dividida en dos partes desiguales. Esto, que a su vez puede ser una verdad inevitable, se convierte en un problema cuando una de las partes se reserva el derecho de dictar cuál es la verdad mayor en un diálogo entre desiguales, en un monólogo a dos voces.
El mismo peligro de manipulación semántica corren los más débiles al consumir irreflexivamente el ideoléxico democracia. No es posible una democracia sin el principio de una progresiva radicalización de sí misma. Es decir, no es posible una democracia representativa, tal como es el anacrónico modelo del siglo XIX; un modelo de democracia estática, orgullosa de sí misma, autocomplaciente, propuesta como ejemplo universal aunque para imponerse deba romper con todos sus propios principios.
Una democracia estática es simplemente el perfecto negocio de las clases dominantes, de las elites más fuertes. Un sistema reaccionario que moraliza en nombre del orden y del progreso. Es decir, una democracia es progresiva o no es democracia, y su objetivo es realizar la conciencia de que este mundo, siempre imperfecto, no tiene dueño legítimo. No por casualidad los conservadores del silgo XIX reaccionaban con furia cada vez que un progresista mencionaba la palabra democracia, obra del demonio según los monárquicos ibéricos.
Recuerdo que cuando era niño me sorprendía escuchar en un informativo que un jugador de fútbol había sido vendido a Europa por varios millones de pesos. Mi madre trataba de aclarar la situación explicándome que, en realidad, lo que se vendía era el contrato de ese jugador. Pero sus palabras finales, simples como su débil corazón, me quedaron grabadas a fuego: "Ni un hombre ni una mujer tienen precio.
Ni todo el dinero de todos los bancos del mundo podrían pagar la vida -de un solo ser humano". Hoy en día no sé si esto es verdad o no, sobre todo porque a veces uno debe dudar de qué es un ser humano, un ser deshumanizado o un monstruo con aspecto humano. De cualquier forma, conservo aquella reflexión de mi madre como uno de mis principios morales e intelectuales más básicos.
Hasta el más humilde habitante del rincón más desconocido del planeta vale tanto como el presidente o el rey más poderoso del mundo. Ahora, la moral y los valores, si se miden por la cuota de poder de cada individuo, deberían ser inversamente proporcionales. ¿Cómo confiar en el poder, sobre todo cuando se ejerce sustrayéndolo del prójimo en su nombre propio, en uno de esos tantos delirios de representatividad? Es decir, debería ser más confiable una mujer, un hombre sin poder institucional que aquel que lo monopoliza. No se puede confiar ni en el mejor de los Césares.
Sin embargo, hasta hoy, la verdad ha sido la inversa. Es la moral del más fuerte la que predomina en la práctica y en el discurso social. Incluso muchos pensadores que iniciaron las repúblicas americanas restringieron el voto democrático a aquellos que poseían propiedades, ya que —se argumentaba— el sólo echo de tener intereses materiales los hacía más responsables de dirigir un país. En otras palabras, quienes poseen mayor poder social siempre van a ser más responsables de defenderlos en nombre de la felicidad ajena. Si esta teoría de la responsabilidad fue alguna vez verdad, lo cierto es que en el subconsciente colectivo, la idea sobrevive aún hoy en las nuevas sociedades, perpetuando el crimen contra la conciencia colectiva —la conciencia democrática.
No hay diálogo entre un esclavo y su amo, aunque éste muestre un gran corazón escuchando a aquel y concediéndole el poder de hablar y elegir el color blanco de su camisa o el nombre blanco que más le gusta según su gusto blanco. No hay democracia cuando unos tienen más posibilidades de educación y de participación en la vida política de su sociedad, aunque cada tanto llegue al gobierno el hijo de un camionero o un lustrador de zapatos se reciba de abogado o se haga millonario vendiendo tomates. Porque una democracia no se define por sus excepciones sino por sus reglas. Ni el diálogo ni la democracia deberían ser simples concesiones que hacen los poderosos motivados por su bondad. Un derecho humano no es un privilegio que se deba mendigar a quienes legal e ilegítimamente se han arrogado el derecho de concederlo cuando lo creen conveniente.
El diálogo y la democracia son derechos, pero nada más que derechos mientras se pretendan ejercer sobre la base de la desigualdad muscular entre las culturas, entre los países, entre los sexos, entre los diferentes de de todo tipo.
Claro, desde este punto de vista, tanto el diálogo como una verdadera democracia son sendas utopías. Utopías, sí, pero necesarias y vitales para la sobrevivencia de un mínimo de justicia.
Ahora, si las elites se reservan el derecho de afirmar que la igualdad de condiciones no es una razón básica de justicia, o que sus hijos y los hijos de un marginado tienen las mismas oportunidades de dirigir los destinos de su sociedad, de sus valores morales, entonces "los menos iguales", es decir, quienes deben sufrir de esta ideología, de este concepto particular de justicia, también se reservarán el derecho a imponer su propia concepción de justicia por la violencia. Porque a una violencia se responde con otra, y la opresión económica, sexual, religiosa, cultural, ideológica y moral son formas de violencia. Incluso de las peores formas de violencia, ya que uno bien puede recuperarse de un puñetazo en la cara pero difícilmente un individuo se recupera de la violencia moral. Tal es el caso del racismo, del sexismo, del clasismo o de la violencia teológica que define quiénes están condenados al infierno y quiénes han sido salvados, quiénes se comunican con Dios en sus sueños y quiénes sólo son capaces de soñar con una mesa llena de comida.
La historia reciente nos demuestra que este cambio no llegará por la acción armada y revolucionaria de ningún ejército iluminado. Por el contrario, esto sería una regresión y una nueva excusa del poder. El cambio llegará, está llegando, con la maduración progresiva de la humanidad como conjunto, de la incansable crítica como conciencia, de la desobediencia como derecho, del respeto como necesidad, de la dignidad como obligación y de la justicia como orden humano antes que como un simple orden financiero.
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