Por Dennis Hans
¿Recuerdan al Mulá Omar, el líder de los Talibanes, el movimiento islamista que malgobernó el fracasado estado de Afganistán entre 1996 y 2001? Él y los Talibanes fueron los anfitriones de Osama bin Laden, y le proporcionaron a él y a su organización, Al-Qaeda, un lugar seguro en el que tramar ataques terroristas y entrenar a reclutas llegados a Afganistán desde todos los rincones del mundo.
Pues bien, resulta que el Mulá Omar tiene muchas cosas en común -y quizás haya seguido posteriormente una carrera similar- con John Negroponte, el veterano diplomático elegido por el presidente George W. Bush como primer director de los servicios secretos nacionales.
El capítulo más importante de la carrera de Negroponte se desarrolló en el estado de Honduras. Entre 1981 y 1985, Negroponte fue la persona más poderosa de esa república bananera, de la misma forma que el Mulá Omar fue "La Persona" quince años después en Afganistán. Y mientras Omar recibía y protegía a bin Laden y Al-Qaeda, Negroponte organizaba que Honduras se convirtiera en el hogar del peor grupo terrorista de todo el hemisferio occidental: la Contra.
Sí, la Contra. Quizás la recuerden: el conjunto de organizaciones aclamadas por el presidente Ronald Reagan como "el equivalente moral a los Padres Fundadores". Los voluminosos informes de Human Rights Watch y de Amnistía Internacional demuestran que mi caracterización, y no la de Reagan, es la correcta.
El cómputo final de cuerpos es complicado, pero es muy probable que la Contra asesinara a más civiles indefensos durante los años 80 que Al-Qaeda en su década de terror -aunque lo hicieran cortándoles el cuello de uno en uno, en lugar de hacer saltar por los aires a 3.000 personas en un día en Nueva York y a 2.000 en otra ocasión en África, entre otras de las atrocidades de Al-Qaeda.
Negroponte fue enviado a Honduras en 1981 para sustituir al embajador estadounidense Jack Binns, que había provocado la ira de la administración Reagan. Resulta que Binns era una manzana podrida, algo que dejó claro al expresar su preocupación por la escalada de torturas y asesinatos por parte de las fuerzas de seguridad hondureñas justo cuando la política estadounidense consistía en encubrir esos crímenes. Desde el punto de vista de los reaganitas, Binns no tenía lo que hay que tener para supervisar la que iba a convertirse en la embajada estadounidense más grande de América Central y la transformación de grandes zonas de Honduras en espacios y lugares de entrenamiento de asesinos a sangre fría.
En 1981, la política no declarada del equipo de Reagan era la de provocar el "cambio de régimen" en Nicaragua, aunque ante el Congreso y los medios de comunicación (¡sí, entonces los dos también eran perritos falderos, igual que ahora!) decían que su objetivo era parar el supuesto flujo de Armas de Destrucción Mínima (armas de pequeño calibre y similares) de Nicaragua Honduras y El Salvador, donde había guerrillas marxistas suficientemente audaces como para resistir ante una dictadura que llevaba 50 años en el poder apoyada por EEUU, y que sólo entre 1980 y 1981 había asesinado a unos 20.000 civiles.
Pero el flujo de armas era en gran medida ficticio (otro paralelismo con el momento actual), sobre todo en el momento que Negroponte llegó a Honduras. La excusa reaganita de que la misión de la contra era acabar con el supuesto flujo de armas, era la mentira necesaria para que un Congreso adormecido e ingenuo aceptara financiar el proyecto. De hecho, lo único que les interesaba a los reaganitas era el cambio de régimen, y el instrumento que eligieron iba a estar dirigido por ex-oficiales de la Guardia Nacional nicaragüense -también un organismo entrenado por EEUU que había asesinado a 30-40.000 civiles nicaragüenses entre 1977 y 1979 en el vano intento de mantener en el poder al dictador Anastasio Somoza, apoyado desde hacía tiempo por EEUU.
El nuevo organismo pasó a conocerse con el nombre de "la Contra" -diminutivo de contrarrevolucionarios, ya que el régimen que los reaganitas querían cambiar estaba dominado por revolucionarios sandinistas de orientación marxista que habían liderado la lucha armada contra Somoza. La Contra demostró ser muy buena en el asesinato de enfermeras y maestros, y no tener ningún miedo a ejecutar a los combatientes enemigos capturados y desarmados -unas ejecuciones que eran el procedimiento habitual. Pero su pedigrí somozista y sus tácticas corta-cuellos les impidieron operar como verdaderas guerrillas, de las que viven entre la gente que están liberando y dependen de la comida, el alojamiento y la información que les proporciona la población. Por eso necesitaban un espacio en un estado vecino dirigido por oficiales ejército corrupto y brutal y un imperioso embajador estadounidense, John Negroponte.
Sin ese espacio, la Contra no habría durado ni un mes. Con ella, aterrorizaron la zona durante una década. Con los alimentos, los servicios secretos, las armas y los manuales para asesinar de EEUU, atacaban las zonas rurales nicaragüenses y después se retiraban a su lugar seguro cuando necesitaban descansar de las violaciones, las torturas y los asesinatos. En realidad, también cometieron este tipo de crímenes en los campos hondureños, pero a un ritmo más reposado.
Desafortunadamente, el gobierno nicaragüense no tuvo la capacidad militar ni el coraje suficiente para acabar con los campos de la Contra y poner fin a la conspiración hondureña controlada por EEUU que los mantenía. Quizás fuera lo mejor, porque si los sandinistas hubieran plantado cara, los reaganitas hubieran destruido Nicaragua y los medios de comunicación estadounidenses habrían aplaudido la destrucción. Esto se debe a que sólo EEUU tiene derecho a atacar a un país que aloje a terroristas que hayan asesinado a miles de sus ciudadanos.
En apariencia, el trabajo de Negroponte en Honduras consistía en aplicar la política estadounidense de promoción de la democracia (¿les suena?), pero, en realidad lo que debía hacer era evitar cualquier tipo de democracia verdadera, y asegurar que las decisiones clave sobre política exterior no se tomaban al nivel de la fachada democrática (los irrelevantes presidente y legislatura hondureños), sino que quedaban en manos de dos H de P terriblemente prácticos y decididos: Negroponte y el jefe de las fuerzas armadas, el general Gustavo Álvarez.
Así pues, en nombre de la "democracia", Negroponte y los reaganitas no sólo apoyaron al gobierno militar, ¡sino que incuso evitaron las prácticas democráticas (del tipo, "un coronel, un voto") dentro del mismo ejército! Las ideas extremistas y las políticas represivas de Álvarez no reflejaban el consenso del ejército. Muchos oficiales creían que Álvarez había prostituido al país, vendiéndolo en cuerpo y alma al Tío SAM. Y había rumores sobre la escalada de torturas y asesinatos perpetrados por una unidad del ejército apoyada por EEUU, el Batallón 316.
Así que, en 1984, ante las mismas narices de Negroponte, un grupo de oficiales derrocó a Álvarez. En EEUU, esto se calificó de "cambio de gobierno" -y no se equivocaron. Pero en las democracias, los "gobiernos" no "cambian" cuando los oficiales del ejército echan a su jefe, porque, en las democracias, el jefe del ejército no es "el gobierno". Si Negroponte y los reaganitas se hubieran tragado su propia retórica sobre la democracia hondureña, el derrocamiento de Álvarez no habría tenido más importancia, porque Honduras seguía teniendo el mismo presidente y el mismo poder legislativo. Pero sí tuvo más importancia. Mucha más.
Negroponte y la CIA entraron en acción, seguros de que podrían marginar a los oficiales del ejército reformistas que habían apoyado el derrocamiento de Álvarez y querían a un nuevo jefe del ejército que redujera la represión y recuperara la soberanía hondureña. Utilizando tácticas de fomento de la democracia y respeto por la soberanía tan habitual como el soborno y la presión violenta, el equipo estadounidense evitó la crisis. Fue un proceso lento, pero a finales de 1985 (cuando Negroponte ya no estaba), los reformistas fueron aislados y el poder del ejército quedó en manos de un grupo de oficiales de derechas reclutados por la CIA.
Pero el equipo de Negroponte también acabó desmoralizando a individuos y grupos cercanos a la Contra.
Edgar Chamorro, un oficial de relaciones públicas de la Contra cuyas obligaciones incluían el soborno de periodistas hondureños, fue alabado por sus jefes de la CIA cuando les mintió a los periodistas estadounidenses sobre los objetivos de la Contra. Pero en las pocas ocasiones en las que se le escapó la verdad, ya fuera sobre los objetivos o la naturaleza habitual de las atrocidades de la Contra, le pasaron factura. Asqueado por las atrocidades y por su papel de mentiroso a sueldo, Chamorro dimitió y contó su historia en una declaración jurada presentada al Tribunal Internacional en 1985.
En una carta publicada el 9 de enero de 1986 en el New York Times, Chamorro describió los resultados finales de una política concreta aprobada por el grupo Reagan-CIA-Negroponte:
"Durante los cuatro años que fui director de 'la Contra', aterrorizar a los civiles no combatientes para evitar que cooperaran con el gobierno [sandinista] era una política premeditada. Siguiendo esta política se cometieron miles de asesinatos, torturas y violaciones de civiles, de los que los dirigentes de la Contra y sus superiores de la CIA estaban plenamente al corriente."
James LeMoyne informó en el New York Times del 7 de junio del "apoyo" de EEUU a la facción Miskito de la Contra: "Dirigentes y diplomáticos indios de alto rango de Tegucigalpa [la capital hondureña] afirman que durante los últimos cinco años, la CIA ha utilizado los sobornos, las amenazas y el exilio de oficiales indios para evitar que los indios elijan a sus propios dirigentes, porque temen perder el control de los Miskitos y también temen que opten por no luchar."
Esta es la realidad que se esconde tras la retórica de la "promoción de la democracia", à la Reagan: tácticas tipo "primo de zumosol" para evitar que la gente elija libremente a sus propios líderes que gobiernen de forma independiente.
Imagino que cuando el joven Negroponte decidió hacer carrera como diplomático, no anticipó que le encargarían acabar con las instituciones de un país empobrecido para asegurar el dominio de un ejército corrupto y brutal que iba a alquilar su país a unos terroristas armados, entrenados y dirigidos por el Tío SAM. Pero el encargo llegó, y Negroponte lo llevó a cabo. Evidentemente, es una persona muy brillante y capaz, pero también amoral, si no inmoral.
Todo esto le hace a uno sospechar que la falta de ética y su talento práctico le convirtieron en el candidato natural para su nuevo empleo. Negroponte es un leal servidor del presidente Bush como director de los servicios secretos, y si esto significa ayudar a Bush a mentirle a la ciudadanía para conseguir el apoyo de la población a otras intervenciones y conspiraciones en el extranjero, la historia nos dice que Negroponte no le fallará.
Dennis Hans es un escritor freelance
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