Medios de comunicación, pensamiento único y
falsa conciencia
por Vicente Romano
1
Hoy día el consumo de medios de comunicación, sobre todo TV, constituye un componente fijo de la vida cotidiana en la mayoría de las sociedades. Como se sabe, la cultura predominante de hoy es la producida masivamente por estos medios. Esta “cultura de medios” se ha convertido en la experiencia cotidiana y en la conciencia común de la inmensa mayoría de la población. A ella pertenecen el trato cotidiano con los medios y sus contenidos, así como la forma de pensar y de sentir determinada por ellos, los hábitos de leer, oír y ver, de consumo y comunicación, las modas y una buena parte del lenguaje y de la fantasía.
La cultura mundial de los medios de comunicación uniformiza y reduce el planeta, aunque no en el sentido del especialista en relaciones públicas M. McLuhan. El mundo no se ha convertido en la “aldea global” que él preconizaba en la década de 1960, sino que más bien ha desaparecido la aldea y se está urbanizando a marchas forzadas.
Los diseñadores y promotores de esta cultura dedican cantidades ingentes de energías y dinero al estudio de la influencia y condicionamiento de las conciencias a través de los medios. El análisis de esta actividad revela que a través de ella se pretende crear el tipo de ser humano más conveniente para el sistema capitalista de producción y consumo. El objetivo ideal sería convertirnos a todos en apéndices del mercado. Es lógico, por tanto, que el reclamo comercial, la “publicidad”, constituya uno de los componentes fundamentales de la cultura actual [1].
2
Ahora bien, entre el orden cultural y el económico existe una relación de interdependencia. Así, y por limitarnos solamente a los orígenes más recientes, durante el siglo XIX, a medida que la industria atraía a un sector cada vez mayor de la población a su esfera de influencia, a su modo de producción y de consumo, los capitanes de industria se preocuparon cada vez más de que la vida cultural coincidiese con sus objetivos económicos y políticos. Para ello no sólo trataban de imponer y administrar la disciplina laboral de la fábrica, sino de inculcar también las actitudes, lealtades y comportamientos adecuados a esos objetivos. Pronto se dieron cuenta de que era más barato meter al guardia de la porra en las mentes que mantener un costoso cuerpo de represión. A éste se recurre únicamente en caso de necesidad, cuando falla el otro. Cuando una clase depende de las bayonetas para preservar su poder es que no está segura.
Pero con la represión de anarquistas, socialistas, comunistas, sindicalistas insumisos y toda clase de idealistas radicales, la clase capitalista, detentadora del poder económico, enrola a su causa a otras instituciones como la Iglesia, la escuela y los medios de comunicación. Como dice Michael Parenti [2], para asegurar su hegemonía como capitanes de la industria y de los negocios, los ricos han aspirado siempre a convertirse en “capitanes de la conciencia”. Los ejemplos son numerosos a lo largo de los siglos XIX y XX. Desde Lord Nordcliffe o Hearst hasta Axel Springer, Kirch, Berlusconi o Murdoch.
He aquí un par de ejemplos a modo de ilustración. En su Outline of History, y refiriéndose a los fundadores de los Estados Unidos, H. G. Wells dice que “los padres de América pensaron también que sólo tenían que dejar la prensa libre y cada cual viviría en la luz. No se dieron cuenta de que una prensa libre podía convertirse en una especie de venalidad constitucional debido a sus relaciones con los anunciantes, y de que los grandes propietarios de periódicos podían convertirse en bucaneros de opinión y en insensatos demoledores de los buenos comienzos”. Hace unos 40 años, el barón de la prensa inglesa Lord Beaverbrook, nacido en Canadá, declaró ante una Comisión Real que publicaba sus periódicos “solamente por razones de propaganda” (“purely for propaganda and with no other purpose”.) Cuarenta años después, otro hijo de las colonias, esta vez de Australia, Rupert Murdoch, llegó a Londres a buscar fortuna y ha adquirido la misma que Beaverbrook, aunque a nivel mundial. Puesto que la economía ya está mundializada, también debe estarlo la industria de la conciencia.
3
La historia enseña que la clase pudiente nunca está sola. Se arropa con la bandera de la religión, el patriotismo y el bienestar público. Pues sólo reconoce y proclama como bueno para todos lo que es bueno para ella. Tras el Estado existe todo un entramado de doctrinas, valores, mitos, instituciones, etc., que sirven consciente o inconscientemente a sus intereses. John Locke decía ya en 1690 que “el gobierno fue creado para protección de la propiedad”. Y casi un siglo más tarde, en 1776, Adam Smith afirmaba que “la autoridad civil se instituyó en realidad para defensa de los ricos contra los pobres, o de los que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna”.
Las instituciones políticas, religiosas y educativas contribuyen a crear la ideología que transforma el interés de la clase capitalista dominante en interés general, justificando las relaciones de clase existentes como las únicas que son naturales y, por tanto, perpetuas e inalterables. Todas ellas se conjuntan para crear una conciencia uniforme, para dar unidad al pensamiento.
Para preservar el sistema que es bueno para ellos, los ricos y poderosos invierten mucho en la persuasión. El control de la comunicación, del intercambio de informaciones y sentimientos, contribuye de modo eficaz a legitimar el poder de la clase propietaria. Y es en este marco general donde actúan los llamados medios de comunicación de masas.
4
Los medios de comunicación de masas son los vehículos o canales de distribución de los productos de esta comunicación. La comunicación de masas es, antes que nada, producción masiva de comunicación. Y, como tal, se rige por los mismos principios que el resto de las industrias: producción en serie, indiferenciada, a fin de reducir costes y aumentar beneficios. Pero como en la producción comunicativa se trata de productos del pensamiento, de contenidos de conciencia, esta simplificación y uniformidad tiene también algo que ver con la producción del pensamiento acrítico, indiferenciado, único.
No hay que olvidar que no son los medios los que reducen y simplifican, sino quienes los dirigen. Con un guión correcto y unas intenciones adecuadas se pueden ofrecer presentaciones penetrantes, intelectualmente ricas, ampliadoras del conocimiento, acerca de temas de vital importancia, como demuestran los documentales.
Los medios sirven a muchos fines y desempeñan diversas funciones. Pero su papel principal, parejo con el de incrementar las ganancias de los pocos que los poseen, su indeclinable responsabilidad, estriba en reproducir una visión de la realidad que mantenga el actual poder económico y social de la clase dominante. Su objetivo no radica en producir una ciudadanía crítica e informada, sino el tipo de gente que vota a R. Reagan o a J. Gil y Gil. Su meta es crear el clima de opinión marcado por la minoría que domina el mundo del dinero, los negocios, el gobierno, las iglesias, universidades, etc., puesto que casi todos ellos comparten la misma concepción de la realidad económica.
Las técnicas para conseguir la uniformidad de las opiniones, el pensamiento único, son muchas y muy diversas. Y, aunque no sea éste el lugar más apropiado para exponer los recursos utilizados en la manipulación de las conciencias, sí conviene recordar que son los propietarios de los medios de comunicación y los directores puestos por ellos los que tienen la capacidad de seleccionar y publicar, de dar a conocer a los demás, los aspectos de la realidad más convenientes para sus intereses. Los pocos tienen así la capacidad de definir la realidad para los muchos y de producir las informaciones que dificultan a la mayoría de los ciudadanos el conocimiento y la comprensión de su entorno, la sociedad en que viven, así como la articulación y expresión de sus necesidades e intereses.
En este sentido, los medios pueden dirigir efectivamente la percepción de la realidad cuando no se dispone de informaciones en contrario. Y aunque los medios no puedan moldear cada opinión, sí pueden enmarcar la realidad perceptiva en torno a la cual se forman las opiniones. Aquí radica tal vez su efecto más importante: establecer el orden del día para todos, organizando el espacio de lo público, las cuestiones en qué pensar. En suma, los medios establecen los límites del discurso y de la comprensión del público, del pueblo. No siempre moldean la opinión de todos, claro está, pero tampoco tienen por qué hacerlo. Basta, como dice M. Parenti [3], con legitimar ciertos puntos de vista y deslegitimar otros.
El resultado es un pensamiento único, uniforme, acrítco y, por consiguiente, la falsa conciencia.
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La mediación efectuada por el pensamiento único reduce las contradicciones hasta el punto de eliminarlas. Su misión es la unificación de lo que se presenta dividido, disgregado. El pensamiento diferenciado, crítico, se realiza, sin embargo, como toma de conciencia de la realidad plural y contradictoria. Este tipo de conocimiento exige el esfuerzo constante de los seres humanos por aplicar el instrumento de la razón al dominio de su entorno.
La reducción y simplificación propias de la producción masiva de comunicación disminuyen todavía más el gasto de señales. Expresarse con brevedad significa dejarse cosas fuera, descontextualizar la información. Pero esto no significa que esas cosas, relaciones, contradicciones, etc., no existan, sino que son desplazadas. Al mismo tiempo, cuando se comunica algo, ese algo adquiere un significado y una relevancia que no son los que tiene de por sí, sino el que se le dé. Como se sabe, toda información es selectiva e interesada.
Puede decirse entonces que cuanto más corta y estereotipada sea la comunicación, tanto mayor será la violencia simbólica y el poder mágico de los medios, y tanto menor el significado que puede utilizar para sí mismo el sujeto receptor.
La comunicación estandarizada borra la distancia crítica del consumidor con su entorno, obstaculiza la reflexión necesaria para su conocimiento y dominio. De ahí que refuerce el poder de los pocos al ocultar las contradicciones y conflictos, al suprimir la diferencia entre imaginación y percepción, deseo y satisfacción, imagen y cosa. La sociedad productora y consumidora de comunicaciones simplificadas y estandarizadas es una sociedad de necesidades insatisfechas. Semejante sociedad se revela como presa fácil de los intereses autoritarios de los pequeños grupos productores.
El argumento racional de la simplificación técnica se basa en la superioridad distribuidora de los pocos, manifiesta en el hecho de que son los muchos los que vienen a los pocos.
La mediación efectuada por los “medios de masas” es, por tanto, unificadora e indiferenciada.
En la era de la técnica y de la especialización, el pensamiento indiferenciado es una forma de integrar los vacíos y carencias afectivas de la vida cotidiana, creados por la fragmentación del conocimiento y de las relaciones sociales. Apoyándose en el principio de que la técnica y la ciencia son omnipotentes, surge la creencia de que se puede saber a través de los medios, de que se puede conocer el mundo mediante el consumo asiduo de comunicaciones mediadas.
Ahora bien, cuanto más numerosas son las informaciones que recibe el sujeto individual, cuanto más complejas devienen las redes de la mediación social, tanto más probable será que ese sujeto esté sobrecargado como “recipiente” y colocado en la imposibilidad de reducir esas informaciones a su experiencia personal. O de dirigir el pensamiento hacia sí mismo, distanciamiento que establecería la premisa de la diferenciación. Donde la reflexión es imposible, el mundo recibido debe considerarse como “la realidad”. La autenticidad de la percepción difusa con el medio técnico hace que la imagen televisiva o el texto de prensa sea la cosa misma. Lo “esencial” es haberlo oído, visto o leído en la radio, la TV o el periódico.
La fe en la información ha producido la impresión inexacta de que la prensa, la radio, la TV o el cine son medios de información o de comunicación. Si se miden por su volumen de producción, los medios sirven sobre todo a la publicidad y al entretenimiento. La prensa del corazón es mucho más numerosa que la de información, la radio es por encima de todo un instrumento musical y la TV un largometraje transmitido en casa. Como se sabe, el vídeo se compra para ver todavía más películas y más televisión. Se utilizan primordialmente, no para reducir la ignorancia, sino para cubrir temporal y ficticiamente los déficits emocionales con la distracción, para matar el tiempo, por decirlo con una expresión muy española.
La fe en la información ha producido la impresión inexacta de que la prensa, la radio, la TV o el cine son medios de información o de comunicación. Si se miden por su volumen de producción, los medios sirven sobre todo a la publicidad y al entretenimiento. La prensa del corazón es mucho más numerosa que la de información, la radio es por encima de todo un instrumento musical y la TV un largometraje transmitido en casa. Como se sabe, el vídeo se compra para ver todavía más películas y más televisión. Se utilizan primordialmente, no para reducir la ignorancia, sino para cubrir temporal y ficticiamente los déficits emocionales con la distracción, para matar el tiempo, por decirlo con una expresión muy española.
La conciencia indiferenciada responde a la vida sentimental estereotipada. El pensamiento indiferenciado crea una conciencia conformista. Pero esto significa dejar en manos ajenas la solución de los problemas propios, con lo que pueden manipularlos fácilmente en interés suyo. Ahí radica el peligro de entregar las riendas de los asuntos personales en manos de especialistas o del nuevo clero académico. Autodeterminación significa, sobre todo, liberarse de las angustias.
La reproducción de la vida en datos e informaciones no basta. El hombre pequeño, perdido en la masa, quizás pueda interesarse por los datos en que se puede descomponer su mundo. Pero siempre buscará una imagen con la que pueda recomponerlo y le sirva para identificarse con su entorno y superar sus carencias afectivas. Por eso la imagen sustituye a la información, el pensamiento indiviso a la reflexión y el mito que rodea el poder al pensamiento crítico.
Donde impera el mito, el culto ocupa el centro de la atención, desde el culto de la personalidad hasta el culto sentado de la TV. El pensamiento mágico es el antídoto de la inteligencia, cuya acción disgregante podría destruir tal vez la cohesión social con su espíritu crítico. La concepción de la realidad como el peor enemigo del hombre y, por consiguiente, la explotación de la “ilusión redentora” se ha convertido desde hace tiempo en la máxima de la industria del entretenimiento. El sentimiento se ha convertido en mercancía rentable.
De ahí que, como la conciencia es el resultado de la acción y la experiencia, haya que crear otras condiciones sociales de vida y de trabajo que permitan al hombre enriquecerse con experiencias personales y no permitir ninguna “explotación de sus almas” por poderes ajenos.
6
Los observadores “neutrales” sostienen que hay que aceptar como tal lo que la gente diga que son sus intereses. Postular que los individuos pueden perseguir a veces objetivos contrarios a sus intereses personales o colectivos equivale a saber mejor lo que más les interesa y beneficia. El argumento se cierra concluyendo que los únicos intereses realmente existentes son los que la gente identifica como suyos.
Pero, como dice M. Parenti en su último libro [4], la posición “neutral” se basa en una visión poco realista y deliberadamente tosca de cómo obtiene la gente sus opiniones. Niega el hecho incontrovertible de que, a menudo, éstas están sometidas al control social. A la hora de juzgar dónde están sus intereses son muchos los factores que intervienen, incluido el impacto de unas fuerzas sociales superiores a las suyas. Y no sólo es que la gente no tenga conciencia de su situación, sino que con frecuencia tienen una falsa conciencia de la misma.
Lo que se excluye por principio es la posibilidad de una comunicación manipulada y controlada en donde a unas opiniones se les da una amplia difusión y a otras se las ignora o se suprimen, como es el caso de las expuestas en este artículo.
Negar la posibilidad de que exista falsa conciencia equivale a aceptar que no ha habido socialización en los valores conservadores, ni control de la información y del comentario, ni limitación de los temas que deben incluirse en el debate nacional, ni que toda una serie de poderes e instituciones han contribuido a estructurar y definir de antemano nuestra visión del mundo y nuestros intereses.
Efectivamente, si no existe ningún conflicto entre gobernantes y gobernados, entre explotadores y explotados, puede deberse, como dice M. Parenti, a estas razones:
a) Los ciudadanos están satisfechos con la situación porque se atienden sus intereses.
b) Apatía y falta de percepción: la gente es indiferente a los asuntos políticos, puesto que, preocupados con otras cosas, no ven el nexo entre la política y su bienestar.
b) Apatía y falta de percepción: la gente es indiferente a los asuntos políticos, puesto que, preocupados con otras cosas, no ven el nexo entre la política y su bienestar.
c) Desánimo y miedo: la gente está descontenta, pero se achanta porque no ve ninguna posibilidad de cambiar las cosas o teme que cambien a peor.
d) Falsa conciencia: la gente acepta las cosas tal como están porque ignora que existen otras alternativas y hasta qué extremo los gobernantes violan sus intereses, o porque desconocen hasta qué punto la gente se ve perjudicada por lo que creen ser sus intereses.
Quienes están encantados con este orden de cosas quieren hacernos creer que sólo las tres primeras razones pueden estudiarse empíricamente por ser las únicas realmente existentes.
Quienes están encantados con este orden de cosas quieren hacernos creer que sólo las tres primeras razones pueden estudiarse empíricamente por ser las únicas realmente existentes.
Quienes creemos que la falsa conciencia existe realmente sostenemos que las preferencias de la gente pueden ser producto de un sistema económico, político y cultural contrario a sus intereses, y que éstos sólo pueden identificarse legítimamente cuando la gente sea plenamente consciente de su elección y libre y esté capacitada para elegir.
Negar la falsa conciencia como una imposición “ideológica” (léase “marxista”) lleva a los sociólogos y otros formadores de opinión a la conclusión de que no se debe distinguir entre percepciones del interés e interés real u objetivo. Así, si admitimos que la preferencia expresada por un individuo es su interés real resulta que no se puede hacer distinción entre intereses percibidos (que pueden estar mal informados) e intereses reales (cuya percepción puede resultar difícil por falta de información adecuada y accesible).
Sin embargo, se pueden ver ejemplos de falsa conciencia en todas partes. Hay gente con quejas justificadas, como empleados, contribuyentes y consumidores que dirigen su indignación contra los desvalidos que se aprovechan de la beneficencia y no contra las empresas que reciben miles y miles de millones en subvenciones. Están en favor de elevados presupuestos de defensa, de la industria armamentista y de las empresas contaminadoras, mientras denostan a quienes se manifiestan por la paz y contra la contaminación.
Expertos comentaristas conservadores se encargan de alimentar su confusión atacando, por ejemplo, a las feministas y a las minorías en vez de a los sexistas y racistas, a los pobres en vez de a los ricos que crean la pobreza. El problema son los pobres y los inmigrantes. Las víctimas y los efectos se toman por la causa.
Expertos comentaristas conservadores se encargan de alimentar su confusión atacando, por ejemplo, a las feministas y a las minorías en vez de a los sexistas y racistas, a los pobres en vez de a los ricos que crean la pobreza. El problema son los pobres y los inmigrantes. Las víctimas y los efectos se toman por la causa.
La falsa conciencia existe, y en cantidades masivas. Sin ella, los de arriba no se sentirían nada seguros.
[1] Vicente Romano, Desarrollo y progreso, 1993, cap. VI.
[2] Michael Parenti, Inventig Reality, 1986, p. 4.
[3] Michael Parenti, Inventing Reality, p. 23.
[4] Michael Parenti, Dirty Truths, pp. 209-214.
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