lunes, marzo 15, 2010

La columna de Lydia Cacho




Lydia Cacho

Plan B

La complejidad del narcotráfico

El narcotráfico tiene cada vez más peso en la agenda política y de seguridad de América Latina. Algunos países sobresalen en escena, y hoy México concentra más atención que Colombia e inclusive el mismo Estados Unidos, quienes históricamente lideraron batallas contra el tráfico de drogas.

El análisis de este fenómeno es complejo por la estrecha vinculación que mantienen los cárteles de droga con los gobiernos de cada país, constante que excede al escenario mexicano y se extiende a toda Latinoamérica.

En México, muchos acontecimientos llevaron a la errónea conclusión de que el narcotráfico es parasitario al Estado, y como tal, pareciera ser un elemento casi imposible de erradicar. Calificar dicha relación tan compleja como parasitaria, no permite conocer la esencia del vínculo existente en la narcopolítica. Por definición, el término parásito refiere al ser vivo que se nutre a expensas de otro de distinta especie, al cual no le aporta ningún beneficio. A decir verdad, este análisis deja de lado la importancia del narcotráfico como un actor económico que a la par del Estado, genera empleos, desarrolla infraestructura y tiene capacidad armada para desafiar el clásico monopolio estatal del uso de la fuerza.

Más que de una relación parasitaria, la relación narcotráfico-Estado podría ser asemejada a la de un contrato matrimonial que beneficia a ambas partes. De hecho, el narcotráfico es una forma de crimen organizado que se extiende a lo largo de muchos estados pero no por ello afecta a todos igual. México y Colombia son quienes han cobrado históricamente protagonismo en Latinoamérica, pero hay otros actores como Paraguay, Bolivia y Argentina, quienes crecen en importancia ya que por la permeabilidad de sus estructuras legales, son refugio para narcotraficantes.

En primera instancia es dable destacar que el narcotráfico es una fuerza que si bien es real, desafía sólo en cierto modo al Estado, debido a que los objetivos que ambas instituciones son diferentes. Difícilmente podría pensarse que La Familia o el cártel de Sinaloa busquen el interés público o la redefinición de un contrato social. Por el contrario, lo que necesitan esas organizaciones es la omisión de controles por parte de la autoridad, junto con la falta de atención por parte de quienes son responsables de la seguridad.

La solución militar puede ser una alternativa parcial de solución, pero demanda de conclusiones que aún permanecen ausentes en varios cuerpos legislativos latinoamericanos, aquellas que resalten un debate más profundo que exceda a la simple discusión sobre la legalización y busque erradicar problemas más profundos.

Casi como un vínculo indisoluble, pareciera que las grandes problemáticas que aquejan históricamente a la civilización, van ligadas intrínsecamente al subdesarrollo. La solución de muchos de los problemas va más allá de las discusiones en el seno del Estado. El narcotráfico podría ser ejemplo de muchos otros elementos que quedan pendientes de debate en el tintero. Es preciso comprender que para la creación de una sociedad más justa y avanzada, es necesario participar, y para hacerlo hay que saber, informarse, conocer. En definitiva, se trata de ser conscientes de la realidad que nos rodea con sus múltiples factores y variables, para así reconocer que cada uno de nosotros tiene una dosis de influencia desde el lugar específico que nos toque ocupar.

Injerencias por venir
Editorial La Jornada.
La ejecución de tres empleados del consulado de Estados Unidos en Ciudad Juárez, dos de ellos con nacionalidad del país vecino, lleva el problema de la violencia que azota al país a una nueva dimensión, por cuanto multiplicará las presiones y acciones intervencionistas de Washington en México. Basta con ponderar el tono inusual del comunicado que la Casa Blanca emitió al respecto (el presidente Barack Obama está profundamente entristecido e indignado por la noticia, y en colaboración con las autoridades mexicanas, trabaremos incansablemente para llevar a los asesinos ante la justicia, son dos de las frases del documento) para vislumbrar la clase de acciones que prepara el gobierno estadunidense. El punto de referencia histórico ineludible es el homicidio, en 1985, de Enrique Kiki Camarena, agente encubierto de la oficina de control de narcóticos de Estados Unidos, la DEA: en los meses siguientes, varios ciudadanos mexicanos fueron secuestrados por órdenes de Washington e ilegalmente llevados al país vecino y juzgados allí, y las autoridades nacionales hubieron de enfrentar, durante años, una campaña de abierta hostilidad por las estadunidenses.

En el cuarto de siglo transcurrido desde entonces, las instituciones del país han experimentado un proceso de merma y descomposición que hoy alcanza niveles alarmantes y que las ha llevado a grados exasperantes de inoperancia. El estado de derecho y el control territorial del gobierno se han esfumado en extensas regiones del país y la estrategia oficial de seguridad pública y combate al narcotráfico ha rendido, a lo que puede verse con base en los elementos de juicio disponibles, resultados opuestos a los pregonados: la violencia que la versión oficial asocia a la delincuencia organizada se cobra decenas de vidas día tras día –más de 17 mil en lo que va de la administración de Felipe Calderón Hinojosa– y el poder de fuego, de cooptación y de operación de los grupos criminales ha puesto a la población en una situación de zozobra y desamparo como no la habían vivido nunca los mexicanos actuales.

La reacción del Ejecutivo federal al triple asesinato ocurrido ayer en la ensangrentada localidad fronteriza es, por otra parte, doblemente deplorable e inoportuna.

De entrada, las expresiones de consternación y condolencia por la muerte de los estadunidenses serían en sí mismas encomiables, de no ser porque no se han tenido palabras semejantes para los incontables mexicanos inocentes masacrados en el curso de esta guerra confusa y turbia; no las hubo, en el momento oportuno, para los estudiantes asesinados el pasado 30 de enero en Ciudad Juárez, hecho que colmó el vaso de la exasperación social, y no las ha habido, tampoco, para las víctimas de las masacres subsecuentes, tanto en esa ciudad como en Coahuila, Sinaloa, Durango y Guerrero. Significativamente, de la cincuentena de bajas mortales que constituyen el saldo de este fin de semana, sólo tres –los empleados del consulado estadunidense en Ciudad Juárez– merecieron la simpatía presidencial, pese a que entre los muertos hay personas tan ajenas a los asuntos delictivos como la mujer de Acapulco que viajaba en un taxi y recibió una bala en la cabeza en el fuego cruzado entre sicarios en el bulevar Vicente Guerrero.

Por otra parte, la promesa formulada a Washington por medio de la Secretaría de Relaciones Exteriores de que las autoridades mexicanas trabajarán con determinación para esclarecer las condiciones en que tuvieron lugar los hechos y llevar a los responsables ante la justicia, resulta, por decir lo menos, poco creíble, simplemente porque en Ciudad Juárez, como en otros puntos del país, no hay –no ha habido en mucho tiempo– autoridades capaces de realizar tal tarea.


 

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