Para los mexicanos esas respuestas son profundamente ofensivas, no porque no valoremos la vida humana o porque no lamentemos la muerte de una joven pareja y la orfandad de una pequeña que presenció la muerte de sus padres, sino porque rara vez los muertos nacionales de esta guerra estúpida merecen una palabra de aliento de los desgobernantes en turno. Lo normal es que Calderón y sus colaboradores echen sobre los cadáveres una paletada de sospechas –de seguro andaban metidos en algo– y se olviden de procurar justicia. ¿Qué dijo Calderón cuando asesinaron a Josefina Reyes? –Nada. ¿Y los 6 jóvenes juarenses masacrados en enero? –De seguro eran pandilleros. Y los inocentes que murieron en Cuernavaca en el fuego cruzado entre marinos y pistoleros de Beltrán Leyva? –No existieron nunca. ¿Y los ametrallados en Torreón? ¿Y el medio centenar de caídos en Guerrero durante el puente de este pasado fin de semana? ¿Y los ocho juarenses asesinados cuando asistían al velorio de otro ajusticiado? ¿Por qué el Ejecutivo federal no ejerce ante esos casos su facultad de atracción? ¿Por qué se muestra arrogante, insensible y despectivo cuando los muertos son mexicanos anónimos?
En el curso de este año, muchos juarenses han llegado a una conclusión: el calderonato quiere esas muertes. No puede explicarse de otro modo, argumentan, el altísimo umbral de tolerancia gubernamental a la contradicción entre sus propósitos formales y sus resultados reales. Las muertes violentas en la localidad fronteriza se multiplican por diez a raíz del despliegue del Ejército en ella, pero Calderón no puede, o no quiere, ver una relación entre esos dos hechos. Las denuncias por violaciones a los derechos humanos pasan de las decenas a los millares en el curso de unos meses, pero el hombre que ocupa Los Pinos necea: A mí, que me lo comprueben: tráiganme a mi oficina a la mujer que dicen que desaparecieron los militares para demostrar que sus acusaciones son ciertas
. No hay nada que hacer ante ese blindaje de grado 7 ante la vergüenza, ante la legalidad, ante el sentido común. No parece quedar más remedio que el desahogo estéril ante las cámaras: ¡Felipe Calderón: por tu culpa me quedé viuda!
, gritó una mujer al lado del cadáver de su marido, otro inocente herido y rematado por un escuadrón de la muerte el pasado viernes 12.
Se expande entre la gente el sentir (o incluso: la convicción) de que las bajas no son colaterales sino resultado de un designio para diezmarla; para diezmar a la población común y corriente, la que no tiene palancas ni fortuna ni pasaporte gringo ni bono por un pésame presidencial ni tiempo aire en Televisa y mucho menos, por supuesto, derecho a la justicia. En este sentido, lo único peor que el no esclarecimiento de los homicidios de los empleados consulares sería una procuración de justicia por privilegio, una investigación por presión diplomática, por excepción racista, sumisa y antinacional.
En lo inmediato, Calderón causó ya un daño mayúsculo a las Fuerzas Armadas: al emplearlas en su guerra contra la delincuencia
, disolvió en ácido, en la más pura tradición pozolera, el prestigio, la credibilidad y el ascendiente que los institutos castrenses tenían entre la ciudadanía de los lugares en los que han sido destacados. Los juarenses perciben al Ejército no como una protección, sino como una amenaza directa a su integridad física y a su vida, y exigen su salida de la ciudad. Tienen toda la razón: las fuerzas armadas no fueron diseñadas para procurar justicia ni para investigar a los delincuentes, sino para preservar la soberanía nacional y la integridad territorial, para auxiliar a la población en casos de desastres y, en última instancia, para aniquilar al enemigo que las amenace. Aun suponiendo la mejor voluntad de los mandos castrenses, el desempeño de los soldados como policías tiene que ser, en el mejor de los casos, infructuoso, y en el peor, contraproducente. La consigna que se generaliza en la localidad fronteriza merece, pues, el respaldo del resto del país: saquen ya a los militares de Ciudad Juárez.
Me permito, señor Presidente, dirigirme a usted porque desde diciembre le envié una carta a su procurador Chávez Chávez y es hora que no me responde. Notará que, por respeto a su investidura, evado el tuteo que alguna vez nos unió en una tarea compartida.
Como tal vez sabe, Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio, fueron acusadas —junto con Jacinta Francisco Marcial, quien ya salió absuelta— del secuestro de seis agentes armados de la AFI-PGR cuando éstos llegaron a extorsionar al pueblo ñañu de Santiago Mexquititlán en Querétaro. Alberta y Teresa se atrevieron a exigir las identificaciones de los seis agentes federales. Luego, el caso se ha convertido en una larga cadena de venganzas y represión que ha mantenido a estas mujeres presas desde agosto de 2006. Peor aún, Teresa y Alberta acaban de ser condenadas a 21 años de prisión.
Es probable que alguien le comente que este caso nada tiene que ver con usted, porque ocurrió antes de su toma de posesión. Es cierto, pero déjeme aclararle que la PGR, que está a su servicio, ha tenido numerosas oportunidades de desistirse y no lo ha hecho. Es más, el procurador —y por tanto su abogado— exigía una condena no de 21 sino de 40 años. Una actitud aberrante que ya ha sido descalificada nacional e internacionalmente para vergüenza de este país. Mire: Amnistía Internacional ya las declaró presas de conciencia y la ONU ya dijo que se trata de un juicio injusto y abusivo por su triple condición de mujeres, indígenas y pobres.
Además, me despierto ayer con la buena nueva de que el actual gobernador de Querétaro, José Calzada Rovirosa, convenció al Congreso local para ir juntos ante la Suprema Corte de Justicia y abogar por su libertad. También sé que en el Senado Manlio Fabio Beltrones tuvo la sensibilidad de impulsar hoy un punto de acuerdo para revisar este oprobioso caso, denunciar las violaciones a los derechos humanos que implica y que se haga justicia.
Déjeme decirle que yo estoy seguro que Alberta y Teresa saldrán libres tarde o temprano: porque todo su proceso es una infame suma de arbitrariedades y porque ha de prevalecer el clamor por su libertad. En cambio creo que —con el debido respeto— usted dispone de unas cuantas horas para que alguien confiable le informe y en consecuencia retire los cargos, aun cuando ya jurídicamente no cuente. Creo que sería un bello gesto de su parte. De otra manera su Procuraduría y usted saldrán derrotados en los tribunales y sobre todo de cara a la nación. Le deseo sinceramente la mejor decisión.
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