John M. Ackerman
MÉXICO, D.F., 21 de junio.- A primera vista, el desplegado de Felipe Calderón del pasado lunes 14 de junio podría parecer una respuesta a aquellos analistas, políticos o incluso narcotraficantes que se hayan atrevido a sugerirle “pactar” con el crimen organizado. “Mi gobierno está absolutamente decidido a seguir combatiendo sin tregua a la criminalidad hasta poner un alto a este enemigo común y conseguir el México que queremos”.
Sin embargo, el texto también puede ser leído como un velado intento de establecer nuevos “arreglos” con los narcotraficantes. Plantea que el nuevo objetivo “no es única ni principalmente combatir al narcotráfico”, sino “lograr la seguridad pública de los ciudadanos”. De acuerdo con el presidente, “el punto clave es reducir la acción del crimen organizado contra la población”.
Existen contradicciones evidentes en su discurso. Por un lado, Calderón señala que las alternativas “eran muy claras: ignorar ese problema y administrarlo para tratar de evitar los costos de su solución (...) o hacerle frente con toda la fuerza del Estado y resolverlo”. Por otro lado, sugiere que ya no busca “resolver” el problema del narcotráfico o derrotar a los delincuentes, sino simplemente “reducir” sus acciones y minimizar su impacto en la sociedad en general. En otras palabras, tal parece que se hará precisamente lo que supuestamente se rechaza: “administrar” el problema del narcotráfico.
Este contexto es lo que nos permite entender por qué Calderón tan inesperadamente ha repudiado el concepto de “guerra” que él mismo había venido utilizando con tanta frecuencia. Las guerras necesariamente tienen un principio y un fin, así como ganadores y perdedores. Hoy el presidente busca que su batalla sea permanente y se ha dado cuenta de que hasta la fecha los narcotraficantes van ganando en su confrontación con el gobierno. Tanto la escalada de violencia de los últimos días como el secuestro de Diego Fernández de Cevallos han influido de manera contundente en esta reevaluación de la coyuntura.
Pero en lugar de aceptar su derrota táctica y cambiar de estrategia, el primer mandatario prefiere simplemente cambiar el juego. Ya no se trata de ganarle a los narcotraficantes, sino únicamente de controlarlos y ponerles límites.
También es de notar la preocupante nostalgia percibida en la misiva de Calderón por aquellos tiempos en que, según él, el narcotráfico mantenía “un bajo perfil” y “no se metía con nadie”. Ante el rotundo fracaso de su “guerra”, parece que hoy el presidente estaría listo para llegar a un acuerdo similar a los que existían en el pasado, en que los delincuentes se comprometen a respetar a la población y el gobierno acepta permitir el tránsito de drogas por el país.
El problema, sin embargo, es que los mismos narcotraficantes aparentemente ya no quieren llegar a un arreglo. De acuerdo con Calderón, hoy los delincuentes cuentan con tanto poder y control territorial que la única opción que le queda al gobierno es una confrontación directa. “Se plantea como si la acción del gobierno fuera la que provocó la violencia y la criminalidad, cuando es completamente al revés. Han sido la violencia y la delincuencia las que han motivado la acción decidida del gobierno”.
En pocas palabras, es el narco, y no el gobierno, quien tiene la iniciativa y pone la agenda en la “lucha por la seguridad pública”. Según el presidente, si los narcotraficantes no hubieran “provocado” al gobierno desde un principio, éste no hubiera tenido que actuar de manera tan “decidida”.
El mensaje subliminal es claro. Si los narcotraficantes quieren que el gobierno no se meta con ellos, tendrán que organizarse mejor para no generar tanta violencia. Así como los delincuentes fueron los responsables de generar la confrontación actual con el gobierno, ellos también serían los únicos capaces de poner fin a la violencia. Con su desplegado, Calderón parecería tender la mano a los capos y proponer un pacto de caballeros a los principales cárteles mexicanos.
El abandono del discurso de la “guerra” teóricamente podría tener efectos positivos si es que implicara una reducción de las violaciones a los derechos humanos, una desmilitarización del país, o un fortalecimiento de la rendición de cuentas de las “fuerzas del orden”. Pero la comunicación de Calderón no menciona absolutamente nada al respecto. No habla del retiro de los soldados de las calles, ni de la responsabilidad de las fuerzas militares para rendir cuentas. Tampoco ofrece alguna propuesta novedosa de combate a la corrupción en las tareas de seguridad pública ni cuestiona la opacidad reinante en la Procuraduría General de la República.
Una vez más, el mensaje de Calderón injustamente culpabiliza a las víctimas del delito. “En general, el gobierno puede detectar razonablemente indicios sobre las causas de los homicidios cometidos en aproximadamente 70% de los casos. Alrededor del 90% de estos casos de homicidio con algún indicio en su causa corresponde a personas muy probablemente vinculadas a organizaciones criminales, que caen durante enfrentamientos o ejecuciones entre bandas”. En primer lugar, destaca el lenguaje dudoso y tambaleante que utiliza el presidente: “en general”, “detectar razonablemente”, “indicios”, “aproximadamente”, “alrededor”, “muy probablemente”, etcétera. También llama la atención que ahora el famoso 90% resulta ser no en relación con todos los muertos, sino únicamente con respecto a 70% de los mismos. De un plumazo, Calderón ha confesado que hay unas 5 mil “bajas civiles” adicionales a las que originalmente había informado.
El desplegado de Calderón no refleja la fortaleza de su lucha contra la delincuencia organizada, sino la derrota de su gobierno a manos del narcotráfico y su disposición para encontrar una salida negociada. En lugar de corregir el rumbo y atender las raíces del problema, el presidente recurre una vez más al típicamente artificial despliegue publicitario para esconder el tamaño de su fracaso.
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